Luz Machado nació en Ciudad Bolívar en 1916 y falleció en Caracas en el año 1999. Fue periodista, poeta, ensayista y diplomática. Co-fundadora del Círculo Escritores de Venezuela. Utilizó el seudónimo Ágata Cruz para firmar parte de sus escritos. Autora de los libros Ronda (1941), Variaciones en tono de amor (1943), Vaso de resplandor (1946), Poemas (1948), La espiga amarga (1950), Poemas (1951), Canto al Orinoco (1953), Sonetos nobles y sentimentales (1956), Cartas al señor Tiempo (1959), La casa por dentro (1965), Poemas sueltos (1965), Sonetos a la sombra de Sor Juana Inés de la Cruz (1966), La ciudad instantánea (1969), Retratos y tormentos (1973), Soneterío (1973), Palabra de honor (1974), Poesía de Luz Machado. Antología (1980), A sol y a sombra (1992) y Libro del abuelazgo (1997).
Obtuvo distintos premios y reconocimientos, entre ellos la Medalla de Plata de la Asociación de Escritores Venezolanos, las órdenes Francisco de Miranda (1993) y Congreso de Angostura (1996), Doctorado Honoris Causa otorgado por la Universidad de Guayana (1996), el Premio Municipal de Poesía (1946) y el Premio Nacional de Literatura (1987).
La casa por dentro se publicó en 1965. En palabras de Luz Machado, en este libro sobre la «casa» quiso que aparecieran «en ella todas las cosas de ese mundo íntimo y específico del Ama, de la Dueña de la casa, en trato continuo e inmediato con los objetos que la rodean» (p. 5). A lo largo del libro, la autora va trazando un diálogo íntimo con todo lo que le rodea y que no está constituido precisamente por objetos físicos. La casa por dentro también reflexiona sobre la poesía, la relación con el sueño y la infancia. Luz Machado afirma que «Tan ambiciosa es la vida cuando la Poesía la reclama para ella como una casa por dentro» (p. 6), y es eso precisamente lo que el libro sugiere: un cierto cansancio sobre el entorno, un reclamo que expone la necesidad de que exista algo más allá de la casa como pilar, como cemento.
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La casa por dentro
A la Poesía
La casa necesita mis dos manos.
Yo debo sostener su cal como mis huesos,
su sal como mis gozos,
su fábula en la noche
y el sol ardiendo en mitad de su cuerpo.
Deben dolerme las cortinas y sus gaviotas
muertas en el vuelo.
Conmoverme el jardín y su antifaz de flores dibujado,
el ladrillo inocente acusado
de no haber alcanzado los espejos,
y las puertas abiertas para las recién casadas
con su rumor de arroz creciendo bajo el velo.
Debo atender su réplica del universo,
la memoria del campo en los floreros,
la unánime vigilia de la mesa,
la almohada y su igualdad de pájaros dispersos,
la leche con el rostro del amanecer bajo la frente
con esa yerta soledad de una azucena
simplemente naciendo.
Debo quererla entera, salida de mis manos
con la gracia que vive de mi gracia muriendo.
Y no saber, no saber que hay un pueblo de trébol
con el mar a la puerta
y sin nombres
ni lámparas.
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El poema
Olvidando la casa apareció a mi lado.
De pie, con sus zapatos rotos y suavísimos,
con el rostro caído ante la luz y el color,
mirando fijamente las imágenes desde su melancolía,
la mano en la barbilla, silencioso,
y tranquila la espalda curvada de siglos jóvenes.
Al lado apareció, de traje claro,
y cabello como el de un adolescente vagabundo.
Una mirada de honda sabiduría soltó sobre mis hombros
como si colocara un par de alas
para un sueño y un viaje, reunidos
en el desconocimiento.
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Miro la casa desde un retrato
Estoy en paz.
El polvo de la casa levanta sus praderas
sin color ni alarido
y en la noche desprende sus trigos desolados.
Estoy en paz, al fin,
y no hago nada.
Ni el vestido se arruga
ni el collar debo quitármelo
ni los zarcillos
para dormir.
Soy feliz poseyendo este rostro, en un cuello sin latido
y si la sangre existe
por la casa debe andar regada, sin espanto.
El marco me defiende
y no me canso de mirar lo mismo.
Nadie sabe que por las noches
mueren envenenadas cerca de mis oídos las palabras
debajo de esta mesa.
Saben, si,
que este es el único sitio del mundo
en donde ni remiendo ni lloro ni paseo la tarde ni envejezco.
Pero ignoran igualmente
que los colores borrados por la luz están dentro de mi cerebro,
debajo de mis cabellos,
dándome todos los paisajes antiguos como nuevos
y todo el mundo detenido en esta hora del retrato
como antiguo.
Mis amigas desde que me han visto,
hablan a sus maridos del suicidio
para que les permitan vivir como a las convalecientes.
Pero sabed, dulces señoras mías,
que este retrato fue hecho fuera de la ciudad y sus ventanas.
Y es piedra de David.
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Advertencia de la soledad
Niña, quédate sola. Cuida la casa y cuídate.
Toma llaves, monedas y este par de respuestas.
El tiempo llama afuera.
Tú vas creciendo íngrima en grave adolescencia.
No cierres puertas ni ventanas. Trabaja.
No vendrán aires malos si el pensamiento es claro.
Tu candor en él, íntegro, salva su hoja intacta,
como la mariposa la miel entre la rosa.
Tu labor pulirá toda la fuerza niña
mientras tu paz ingenua hace más leve el tiempo
que afuera esparce encima de las sienes ceniza
mientras se desraízan los más hondos recuerdos.
El de los 4 años, de abanico y pañuelos.
El de los 10 impúberes de marginales gracias.
El de los 15 ariscos y los 20 dispersos
los 25 tristes y los 30 rebeldes.
El umbral de los juegos, el patio de las risas,
el corredor del sueño, la tapia de la angustia
y el rápido regreso del viaje que no hicimos
y ese viaje perenne que ya nunca acabamos.
Ojalá aprendas sola, cada vez que yo salgo,
algo que te haga enteros el ánimo y la sangre.
Cuando llegues a este tiempo desde donde te hablo,
sea tu respuesta breve, cierta y distinta a ésta.
Por eso a ratos hago la que no quiero verte,
la que te deja sola, la que se va y no entiende.
Aunque mi sangre es tuya, la vena es diferente.
Niña, quédate sola, para que estés contigo.
27-3-47.
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Ruego a la poesía
Un día te dije: ya no vengas.
Entre agujas y escobas voy y vengo en la sal del día
como cáscara alzada en el oleaje.
No podía recibir tu cabeza pensativa,
tu suave cabellera constelada,
tus pasos fraternales
y tus manos, tus manos,
en las que el mundo parecía detenerse para las ofrendas.
Yo te sentí, sin embargo,
ir y venir conmigo sobre mis hombros
como un pájaro, pegada a mi espalda, inseparable
como mi propia sombra,
plegada en un rincón
mientras alzaba el alma de los floreros
con un ramo
y descubría palabras a los hijos.
En algún sitio hallaba tu sombrero de fragancia,
tus guantes para recordar los lirios
y tu nombre, para dormir con él
sobre mis sueños.
Mas, ahora estás triste. O estoy ciega.
Porque apenas te veo para esperarme
a la puerta del crepúsculo,
y el camino es tan largo
que ya no creo alcanzarte
para sentarme junto a ti y hablar contigo,
bajo la última estrella,
hablar de lo que es mío y es tuyo y nos importa
porque yo te conozco y me conoces,
oh, mi pequeña lámpara gemela, poesía,
ante quien solamente me arrodillo,
pecadora.
~
Poemas extraídos de
La casa por dentro de Luz Machado
Editorial Sucre (1965).
Este ejemplar fue consultado gracias a
University of Illinois en Urbana-Champaign.